Thursday, May 17, 2007

La tragedia de los hombres enjutos

Cuenta la leyenda del antiguo quiché que en la tierra habitaban unos hombres de palo. Hombres enjutos desprovistos de toda gracia; y, como si gracia tuviera alguna relación aparte de la fonética con la facultad del agradecimiento, también estaban desprovistos de ello. Ambas carencias eran algo que ni los dioses, ni los animales, ni los objetos de su uso diario, podían tolerar.

Los hombres de madera a pesar de tener el habla, no tenían el entendimiento. Se multiplicaban; se daban palo entre ellos, pero resulta que esto era romántico. Estos hombres vivieron un largo tiempo, pero sus escasas facultades intelectuales los llevaron a la perdición. Bueno, lo que les llevo a la destrucción, realmente, fue el terrible error de no acordarse de alabar a sus creadores. No es que los dioses fueran vanidosos, lo que pasa es que eran muy hambrientos y perezosos, y por eso necesitaban de alguien que los alimente.

Pobres seres totalmente secos, no tenían sangre que les recorriera las venas. Debieron ser tan tiesos que jamás debieron tener oportunidad de bailar orgiásticamente. Se divertían sacándose astillas, y quemándose entre ellos. Eran racistas, pues los que quedaban hecho carbón eran marginados. Ah, lo peor de todo, tenían que esperar a morirse para poder jugar al fútbol.

Lo más curioso es la despiadada muerte que les esperaba por ser productos deficientes. En primer lugar, la típica venganza judía: el diluvio. Lo que los dioses no se percataron es que, obviamente, eran de madera. Flotaban tranquilamente por las aguas, refrescándose y navegando como cualquier corsario inglés. Los dioses no pudieron contener su ira, así que enviaron cuatro seres especializados en tortura:

Xecotcovach.- Experto en la extracción y succión. Tenía unas mangueras especiales con anzuelos en los bordes. Su función fue vaciar los ojos de los hombres palos.

Camalotz.- Con las navajas más afiladas del reino de los dioses. Camalotz no se andaba con rodeos, él vino directamente a cortarles la cabeza.

Cotzbalam.- El gordito hambriento del grupo. Su misión era devorarles las carnes, pero al ser de palo, tuvo muchos problemas con las astillas.

Tucumbalam.- El más sádico de todos. No se conformaba con verlos degollados, sin ojos y semi-comidos, el trituraba cada uno de sus huesos y destrozaba sus nervios. (Es decir, que a pesar de carecer de muchos elementos fisiológicos, estas versiones previas de hombres, al menos no carecían de la capacidad de sentir dolor).

Bueno, nadie quería perderse de la fiesta. Primero llegaron tímidamente los animales pequeños y empezaron a mordisquear lo que sobraba de esta legendaria raza. Luego vinieron los animales grandes y casi hacen polvo a lo poco que quedaba de ellos. Aún hay más, al final, llegaron todas las herramientas (la piedra de moler, los palos, las ollas) y empezaron a quejarse de lo mal que habían sido tratados. La piedra los terminó de moler, los palos sacrificaron su vida para quemarlos por completo dentro de la olla, en la cual se hicieron humo y desaparecieron ¡por fin! de la faz de la tierra.

Dicen que los sobrevivientes de esta masacre son los que ahora llamamos monos. Aunque de esto el Popol Vuh no parece estar muy seguro, ni yo tampoco.