Monday, June 12, 2006

Nadie de testigo

Los gritos ya son familiares, pero los rostros son aún desconocidos. Eso cuando no hay nadie en la casa, es decir cuando sólo hay una persona, si no hay alguien ¿cómo podemos decir que no hay nadie?

Es entonces cuando su voz se manifiesta, tan reverberada que es costoso descifrar su contenido verbal, a diferencia de saber lo que está diciendo. Son gritos, insultos y golpes, todo en una armonía llamada maltrato, definitivamente existe el equilibrio. Si, hay sentido cuando al final del conjunto, hay un llanto, entonces las palabras sobran dentro de la explicación, el llanto, más agudo, choca con las paredes y al llegar a las orejas las hace vibrar debido a aquello que llamamos compasión.

A nadie le gusta estar solo(a) en este lugar, por eso conversamos o escuchamos la respiración del otro, es suficiente. Y a veces nos culpamos por no hacer nada al respecto, pero no sabemos si los golpes son parte de su cultura, si eso lleva a una determinada conducta, fruto del esfuerzo de maltratar a su propia sangre. Mientras las generaciones son más antiguas, más parcas las personas ante la agresión de un niño por parte de la figura paternal.

Pero eso no es razón suficiente, el motivo debe ser otro. La verdad es que no se sabe de donde vienen el grito y los llantos en su respectivo orden, cuando salimos de la casa, no escuchamos nada, jamás hemos visto un niño en este barrio apáticamente tranquilo. Hemos visto ciertos rostros, pero nuestro camino continúa, pues nada en su expresión amarga y cotidiana nos da algo en que pensar.

Lunes. Día en que no había nadie aquí, yo estuve para confirmarlo. Esta vez los golpes se materializaron al punto de dar vida a una imagen. En este orden, pasos acelerados (zapatos formales o de colegio del lunes), puerta bruscamente cerrada, nudillos pidiendo salvajemente paso, madera rompiéndose, grito escalofriante (era una niña, ahora lo sabía), pasos tan pronunciados, golpes, muebles arrastrados, aullidos en forma de sal de ahí, golpes, ruegos, más golpes, silencio.

Tal silencio, las ventanas no enseñaban nada. No, nadie sacando un cadáver, nadie enterrando nada como en las películas. El silencio, que tenía forma de ruido sentenció este lugar para siempre, ya ni nosotros nos escuchábamos. Creímos haber perdido el sentido del oído, me pareció en vano decir algo. No sabíamos si había alguien en aquel utópico lugar, pues nadie estaba ahí para confirmarlo. A falta de oído, fuimos desarrollando el sentido del olfato. El olor a muerte era tan insoportable, que simplemente no volvimos a ese espeso lugar.