Wednesday, February 07, 2007

Roterdot

Al entrar al edificio abandonado de Roterdot, éste sólo reflejaba como un espejo la expiración de la ciudad. Se me escaparon unas lágrimas, aunque inútiles, así también inevitables. Por unos pocos segundos se cruzó por mi mente la idea de dar la vuelta y correr frenéticamente aunque sea hacia otra muerte, una camuflada por un sueño (aunque ya había perdido incluso esa capacidad). El edificio lleno de moho con sus paredes amarillentas sólo era un epíteto de la ciudad asolada.

Con un pertinente temblor en las piernas empecé a subir, cada vez más despacio las escaleras del viejo edificio que envejecía conmigo, así como los niños que envejecen ante el fallecimiento de la esperanza; en la torre la luz amarillenta maduraba cono el queso al entrar. Como iba contando los escalones, fue en el decimoséptimo donde escuché el primer grito:

- ¡Nunca hablaré de esto Roterdot, jamás!

Me paralicé por completo. Ahí estaba. Y yo, dirigiéndome hacia él. ¿Cómo es posible que dentro de mis venas aún fluya el miedo? La resignación yacía borrosa lejos; de mi mano caminaba la desesperación, la locura… y de la mano de ellas reinicié mi camino, lo merezco, todo por Luciana.

- ¡Roterdot! Mis venas consagrarán mi juramento, ¡acepta mi juramento!

Que gritos tan terribles, el grito de aquel hombre que es el terror en sí mismo, de quién decían que su mirar reducía a los hombres a tímidas palomas, el dueño de Luciana. Sus gritos llenaban las paredes de un miedo, que a su vez hacía gritar a ellas mismas, lo que producía un eco caótico al que no sé que condición sobrehumana me permitió resistir.

Ascendía por las escaleras maquinalmente, y el metrónomo de mis pasos me llevó sin duda a mi destino, estar parado frente a la puerta entreabierta donde él estaría. La puerta me eligió. Al abrirla la luz del sol me llegó directo hacia los ojos y un líquido lleno de vida mojaba las paredes y reflejaba las caricias naranja del atardecer. Era la sangre de Lucía…

- ¡Roterdot, desdichado testigo de mi dolor! Jamás nadie volverá a hablar de esto, te lo juro! Yo… ¡te lo juro!

Cuando el brillo se disipó entonces la cruel escena se reveló con toda su fuerza. Los pétalos rojos liberados del jardín conductor de vida de Lucía decoraban todo el lugar. ¿Por dónde se le escaparía la vida? Estaba herida por todas partes. Lo único que mantenía junto todo su cuerpo era él, quién lloraba desesperadamente; no sé como la habitación no estaba inundada con ambos líquidos entremezclados.

Ahora formaba parte de la escena, pero ajeno a ella. No estaba mi presencia o no importaba, él jamás me miró, aunque sabía que yo estaba allí, aunque era por mí por quién la había matado. Lucía, ¿qué es la vida y como pude quitarte ese algo que tú me diste? No pude evitarlo, era en ese momento tan sólo un insecto encantado en este tartáreo jardín escarlata.

Una disonancia al otro lado del cuarto me despertó del delirio. Era Roxana, encogida en una esquina tratando de hacer su respiración inaudible. Pobre muchacha inocente, al fin tenía la apariencia de la niña que era, igual que tú Lucía. Querían ser mujeres de mundo cambiando un poco de su ser a los hombres quienes a cambio les ofrecían una miserable herencia. El mismo número de latidos que ellos ganaban al poseerlas, ustedes perdían. Eso hizo Lucía con ese hombre y tan sólo una vez conmigo, Roxana con no sé cuantos. Mal truque Lucía, por mí cambiaste todos tus segundos, por un grillo que ni llegaba a luciérnaga.

Roxana me miró y sus ojos divagaron entre sentimientos idénticos de miedo. Silenciosamente la tomé de la mano y traté de levantarla. Se negó, con un susurro ahogado me dijo:

- Nos va a matar no entiendes, ¡entiéndelo inconsciente!

Tenía razón, estábamos muertos desde que fuimos descubiertos, yo como traidor, ella como cómplice. Pero me perturbaba tanto la imagen de una niña sin esperanza, ni siquiera podía imaginar eso como ficción. Tenía que regalarle algo, tenía que alimentarla con una ilusión.

- Vamos, no seas inconsciente, ahora podemos huir.
- No, no entiendes nada…
- ¡Roterdot! – se escuchó en el fondo vibrar y Roxana no pudo contener el llanto.

Ese grito se metió por los poros y nuestros huesos parecían campanas gigantescas por la forma de vibrar, perdían su dureza; no obstante, tomé a Roxana, la subí en mi hombro y salí del cuarto fingiendo ser silencioso, como si mis pasos pudieran camuflarse con el llanto de aquel que me mataría; su llanto que hacía temblar a todo el edificio.

Roxana me golpeaba la espalda, tuve que dejarla bajar. Su rostro demacrado, mirándome.

- ¿Para qué, para qué esta farsa?
- Tenemos que huir, nos va a matar
- ¡Maldita sea! Tu jamás podrías ni rasguñarlo
- Vamos, no hay tiempo…
- ¿En dónde quedó tu cordura?
- …
- ¿La amabas?

Ahora era yo quién se desarmaba y renunciaba al teatro que armé. Gotas salinas salían de mis ojos, que en Roterdot al caer, resonaban al igual que los gritos. Hablé maquinalmente:

- Vamos
- Está bien – me respondió

La tomé de la mano y empezamos a flotar cuesta abajo sobre las escaleras ¿Cómo puedo llamar el sentimiento que se regó sobre nuestro rostro a la par del sudor. Los gritos seguían ahí, pero se hicieron leves, hasta que salimos del viejo edificio. Roxana empezó a caminar hacia el pueblo lentamente y yo decidí tomar otro camino, pues ya no podía sostener por más tiempo ese hipócrita sentimiento de falso héroe. Rodeé el edificio. Detrás de él había un lote abandonado que daba hacia el ocaso. Me dirigí hasta el y quedé frente a la ventana donde aún estaban él y ella…

- ¡Nunca te perdonaré Roterdot!

Aquella sentencia se regó fuera de las paredes. Fue lo último que escuché; sabía que tampoco a mí me perdonaría.